Vídeo: coro ensayando para la boda.Mi única ilusión con la tan traída y llevada boda del príncipe Guillermo o William y Kate Middleton era oír al delicioso coro de la abadía de Westminster. En Inglaterra han mantenido la tradición de los coros de catedrales y abadías integrados por niños en las voces superiores. Ellos, a diferencia de los alemanes, suelen utilizar en lugar de niños a contratenores para las voces de contralto; yo prefiero niños para ambas, como sabéis.
El trabajo de los coros ingleses es y ha sido muy bueno. Destacamos el de la Catedral de Westminster, el del King's College de Cambridge o el New College Choir de Oxford. Hoy, pues, mi deseo era poder escuchar a esos niños de voces angelicales. Recuerdo que en la misa por la muerte de Diana cantaron varias piezas.
Pero, ¡oh, desilusión! Cuando encendí el televisor comprobé que los comentaristas no dejaban ni un momento de hablar, sólo para decir bobadas. El coro estaba cantando, pero a ellos les traía al fresco; supongo que pasarán así toda la ceremonia, de modo que me he retirado indignada. Una prueba más de la ignorancia, la incultura, la falta de sensibilidad musical y de educación que, por desgracia, imperan en este país del que me gustaría salir en gran parte por los motivos reseñados.
La música, el canto, ¡eso no sirve de nada! Mejor debatir sobre el traje de no sé qué invitado o la entrada de no sé quién otro, o comparar con la boda de cualquier personaje de la realeza británica o foránea, o bien hablar simplemente por desempeñar el mero ejercicio de la verborrea, pues en España odiamos el silencio, la falta de acción, las pausas... Odiamos escuchar, por eso siempre hay ruido: ruido que interfiere todo, en este caso al magnífico coro de la Abadía de Westminster. Nadamos en un mar de ruido desde que nos levantamos y nuestro horror vacui es tan fuerte que tememos que nos falte un solo segundo. Así no tenemos que pensar, no tenemos que opinar, no tenemos que hacernos preguntas incómodas que cuestionen la manipulación a la que se nos ha sometido. Y sobre todo nos liberamos de hablar, lo que nos alivia grandemente porque ya hemos perdido el arte de la conversación. Menos mal que cuando vamos a comer en familia o entre amigos, sea en casa o en un restaurante, sea por el cumpleaños de un pariente o por la cena de Navidad, hay siempre una televisión que nos saca del apuro: con mirar a la pantalla y emitir algún gruñido de vez en cuando nos basta. ¿Hablar? ¡Déjate de chorradas! ¿Para qué quebrarnos la cabeza? Yo salgo a divertirme. Imbéciles, imbéciles... Por eso se torturan en la discoteca o en los pubs con una música estruendosa y unas luces cegadoras; por eso en casa gritan y hacen sonar la radio o la televisión a un volumen propio de sordos (así estarán dentro de unos años). Por eso, cuando en un cierto momento la conversación o el ruido se detienen, exclaman horrorizados, con pánico en la voz: "¡qué silencio!", y en el acto le ponen remedio.
¡Socorro, reclamo el derecho a mi espacio auditivo! ¡Quiero que me dejen escuchar!