lunes, 19 de febrero de 2018

¡No mintamos a los niños!


-¡No llores! Tu madre ha ido por un pañuelo; enseguida vuelve.
Eso me dijo la maestra de Párvulos (¡qué hermosa palabra desechada sin motivo!) después del amargo trago de la separación. Evidentemente no hubo madre ni pañuelo hasta la hora oficial de recogida. "¡Los mayores mienten!". ¿Cuáles son las ventajas de esta práctica? ¿Estamos dispuestos a que nuestros críos dejen de confiar en nosotros; en los adultos? ¿Qué valores transmitimos? No, se trata de ir a lo fácil: aliviar el llanto ahora; lo demás no importa. A esa maestra no le hubiera resultado complejo explicarme que iba a pasar tres, cuatro horas en aquella clase repleta de infantes, consolarme y vendérmelo como algo atractivo, esmerándose para que lo fuera.

Otro apartado que recuerdo son las vacunas, temidas y odiadas por mí como por cualquier chiquillo. No cuesta nada hacerles ver la importancia de esta práctica para no sucumbir a graves enfermedades; así los vamos concienciando y no propagarán absurdos y dañinos bulos antivacunas cuando crezcan. Los niños están muy lejos de ser imbéciles: nuestro deber es razonar con ellos y aclarar dudas. Sólo así los educaremos correctamente, alentando su curiosidad y su espíritu crítico. Si recurrimos al mito o a ininteligibles y no cuestionadas afirmaciones que únicamente avala el principio de autoridad ("Esto es así porque lo digo yo", "porque soy tu padre"), ¿cómo vamos a inculcarles el método científico? ¡Jamás ridiculicemos sus preguntas o dejemos de contestarlas por no conocer la respuesta! Lo que hay que hacer es investigar con ellos y buscarla juntos: ¡qué hermosa lección de humildad y de amor por el saber!
Estoy evocando ahora una de las obligadas visitas de inmunización al ambulatorio, y ya vamos por la segunda palabra cadáver: los ambulatorios son ahora "centros de salud". Lloraba en los minutos previos; cuando me pinchaban no solía quejarme. Total: ya había pasado. Para evitar el numerito que causaría por la calle, mi madre me notificó que iríamos a una tienda de comestibles poco elaboradamente llamada Como-Como. Muy pronto me percaté del engaño; algunos metros antes de llegar a la puerta del para mí centro de torturas. Me sentí traicionada y nuevamente pensé que los mayores no decían la verdad. Rompí en lágrimas ante la desagradable perspectiva de la inyección. Entonces oí a mi madre decirle a alguien: "Es la vacuna de recuerdo de los seis años". "¡Anda, de eso se trataba" -debí de pensar. Con voz ahogada pero firme para que todos lo oyesen, aunque venciendo mi gran escepticismo sobre el resultado final (¡cualquiera convence a un adulto!), exclamé: "¡pero si yo me acuerdo, me acuerdo! ¡De verdad!". Por supuesto, no entendí la carcajada de los presentes: ¿tomaban a broma algo tan serio como mi padecimiento? ¡Que se lo hicieran a ellos!
Llegó la hora, pese a mis esfuerzos por evitarlo. El enfermero, antes llamado ATS, intentó tranquilizarme de forma errada; mintiendo:
-No te va a doler: tenemos unas agujas nuevas que son de goma.
Consiguió apaciguarme aunque, he de decirlo, no me fiaba demasiado. El pinchazo subsiguiente me sacó de toda duda: "¡los mayores no dicen la verdad!".
Si mentimos a los niños, ¿con qué autoridad moral podemos exigirles que sean sinceros? Si basamos la educación en eliminar la molestia inmediata, lo echamos todo a perder. Tenemos que esforzarnos a diario, aunque sea duro; porque instruir a un chico cuesta, ¡y mucho! Si somos los primeros en tirar la toalla, vamos mal. Si les damos la maquinita para que estén callados en lugar de enseñarles pacientemente, jugar con ellos, mostrarles el mundo y asombrarnos y regocijarnos con los nuevos aprendizajes, los resultados no serán buenos y habremos perdido para siempre una hermosa, tierna complicidad.
Es preciso que sepan desde el principio que hay cosas que se pueden hacer y otras que no; hemos de establecer unos límites claros. ¡Cuánto daño causa la excesiva permisividad dominante! Por supuesto, hay que razonar. Claro que a veces la tarea es ardua porque ellos se obstinan, se ponen tozudos; pero si aprecian en sus padres una actitud congruente y lógica, podrán ir forjando sólidos patrones de conducta. No sirve de nada que consigan de un progenitor lo que el otro les deniega; que escuchen la amenaza de un castigo o el consuelo de una promesa y luego éstos no se cumplan; que les prohibamos en otros contextos lo que les consentimos en casa. Si queremos que lean, urge predicar con el ejemplo. Si nos repugna su adicción a tabletas y teléfonos pero nosotros mismos estamos todo el día usándolos, ¿qué mensaje transmitimos?

¡Los niños de hoy son los hombres de mañana! Bajo su responsabilidad dejamos el planeta, así que nos conviene sembrar bien para cosechar buenos frutos. Queridos padres: ¡merece la pena! En cuanto a vosotros, infantes, ¡seguid explorando, preguntando y descubriendo: saber es maravilloso! Conmovednos con vuestra ternura; hacednos sonreír ante divertidas ocurrencias y regaladnos esa ingenuidad que no siempre es tan ingenua! En muchas ocasiones, vuestra mirada alcanza lo más profundo. ¡Creced felices!

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