Potenciales lectores:
Después de este mensaje puedo abandonar el blog, pero tal vez no lo haga porque me ha costado lo suyo averiguar la forma de enviar entradas por correo electrónico, aun habiendo empleado el procedimiento en un blog anterior. Pero vamos al grano:
Mi andadura profesional como enseñante de Secundaria comenzó en septiembre de 2004. A mis 24 años aprobé las Oposiciones y me encaminé con cara de despiste, incertidumbre y esperanza a mi centro de destino: ¡mi primer trabajo! Yo había estudiado la carrera en Granada y allí me había hecho con buenos amigos. Además disponía de muchos recursos por parte de la ONCE, como unos estupendos instructores tiflotécnicos (los expertos en adaptaciones para ciegos: aparatos especiales, programas informáticos que nos posibilitan o facilitan el uso del ordenador, etc.). Tras un esfuerzo de años, ya podía orientarme más o menos en un sector de la ciudad. MI sentido de la orientación es caótico, lo que no significa que ocurra lo mismo a todos los ciegos: conozco verdaderos linces. Con todo esto me refiero a que, para mí, el traslado a un lugar desconocido supone una odisea y un largo periodo de adaptación. Los ciegos necesitamos estar en localidades más o menos amplias con una serie de servicios, o bien en un pueblo con buena frecuencia de autobuses. Lógicamente, al no poder conducir un vehículo propio nos quedaríamos aislados en aldeítas sin acceso a lo más elemental: sacar dinero del Banco, ir al médico, etc. Por ello me causó algún trastorno saber que la localidad en que debía enseñar distaba casi 60 kilómetros de Granada con escasas comunicaciones. Se trataba de Montejícar, pueblecito de los Montes Orientales. Sin embargo, cuando llegué allí me enteré de que existía la posibilidad de acogerse a un turno de coches; así que, con dificultades obvias y adaptándome a los horarios ajenos, pude efectuar mi sueño de vivir en Granada.
El siguiente año permanecí en el mismo pueblo y conseguimos que el voluntariado de la ONCE de Granada se dedicara también a la lectura de exámenes y ejercicios, así que en ese aspecto todo fue bien. En cuanto a los alumnos, lo de siempre; cualquier profesor de Secundaria o toda persona con los ojos un poco abiertos sabe cuán caóticas son las aulas y cuán deficiente el sistema educativo de nuestro país, que abocará a la sociedad a un inevitable suicidio cultural. No es cuestión de meterme en el tema, tan manido por otra parte, aunque tendría que haber más gente que lo denunciara. Yo ahora no puedo hacerlo porque quiero cumplir mi objetivo.
El siguiente año me trasladaron a Armilla, aún de destino provisional. Me encantó porque se trata de un pueblo bien comunicado con Granada; podía ir y venir en autobús, pero mis colegas casi no me lo permitieron nunca: fueron amabilísimos y me trasladaron en su coche. Ese mismo año, un amigo mío estaba ejerciendo en Puerto Real y fue acusado por un inspector de Educación de "incapaz", alegando como única razón su ceguera. Él tuvo suerte: le pusieron una persona de apoyo de la ADministración y desde entonces no ha dejado de tenerla. Yo disfruté de este servicio mi cuarto y último año granadino, cuando me desplazaron a La Malahá. La perspectiva me agobió pues, si bien a pocos kilómetros de Granada, carecía de comunicaciones. Por suerte mis amabilísimos compañeros acudieron una vez más a socorrerme. ¡Ay! De no haber sido por ellos... Los jueves y viernes iba una persona de apoyo asignada por la Administración para ayudarme con la lectura de exámenes y ejercicios y también para poner un poco de orden en las aulas. Lógicamente, los alumnos abusan de mi ceguera y aprovechan el poder que les otorga sentirse impunes. A veces resulta imposible controlarlo. Cuando pido a los demás que me digan el nombre de los culpables del desorden colectivo, se niegan atendiendo a una incomprensible omertà, a un pacto de fidelidad hasta la muerte: "¡yo no voy a ser un chivato!". Recurro a la sanción colectiva, pero eso carece de efecto porque al final el castigo no se aplica. Confieso que a veces me he sentido impotente y me ha horrorizado ver en qué manos dejaremos el país.
Pero estaba con mi profesora de apoyo: los tres días que no acudía a mis clases iba al centro donde ejercía mi compañero ciego, que se encontraba en un pueblo cercano al mío. Por tanto, he de decir que me fue muy bien en cuestiones de intendencia.
Pasemos ahora a mi adjudicación de destino definitivo. ¡Huy! Esa expresión siempre me ha sonado a encierro; a condena por largos años; a esposas... Pensaréis que estoy loca, pero lo mismo me ocurrió en cuanto aprobé las Oposiciones y alguien me dijo: "¡qué bien, un trabajo para toda la vida!". Parecía que me hubiesen atado a la Secundaria con inextricables grilletes. Ya sabéis: yo quiero hacer muchas más cosas; formarme; continuar avanzando y, si fuera posible, buscar otro trabajo; y, si aún fuese posible, en Alemania. Es mi Traumland, como dicen allí: mi país soñado, aquél donde quisiera vivir siempre. ¡Qué ambiente musical; qué cultura; qué educación la de sus gentes!
Creo que voy a cerrar este mensaje e inicio otro para no alargarlo excesivamente.
Después de este mensaje puedo abandonar el blog, pero tal vez no lo haga porque me ha costado lo suyo averiguar la forma de enviar entradas por correo electrónico, aun habiendo empleado el procedimiento en un blog anterior. Pero vamos al grano:
Mi andadura profesional como enseñante de Secundaria comenzó en septiembre de 2004. A mis 24 años aprobé las Oposiciones y me encaminé con cara de despiste, incertidumbre y esperanza a mi centro de destino: ¡mi primer trabajo! Yo había estudiado la carrera en Granada y allí me había hecho con buenos amigos. Además disponía de muchos recursos por parte de la ONCE, como unos estupendos instructores tiflotécnicos (los expertos en adaptaciones para ciegos: aparatos especiales, programas informáticos que nos posibilitan o facilitan el uso del ordenador, etc.). Tras un esfuerzo de años, ya podía orientarme más o menos en un sector de la ciudad. MI sentido de la orientación es caótico, lo que no significa que ocurra lo mismo a todos los ciegos: conozco verdaderos linces. Con todo esto me refiero a que, para mí, el traslado a un lugar desconocido supone una odisea y un largo periodo de adaptación. Los ciegos necesitamos estar en localidades más o menos amplias con una serie de servicios, o bien en un pueblo con buena frecuencia de autobuses. Lógicamente, al no poder conducir un vehículo propio nos quedaríamos aislados en aldeítas sin acceso a lo más elemental: sacar dinero del Banco, ir al médico, etc. Por ello me causó algún trastorno saber que la localidad en que debía enseñar distaba casi 60 kilómetros de Granada con escasas comunicaciones. Se trataba de Montejícar, pueblecito de los Montes Orientales. Sin embargo, cuando llegué allí me enteré de que existía la posibilidad de acogerse a un turno de coches; así que, con dificultades obvias y adaptándome a los horarios ajenos, pude efectuar mi sueño de vivir en Granada.
El siguiente año permanecí en el mismo pueblo y conseguimos que el voluntariado de la ONCE de Granada se dedicara también a la lectura de exámenes y ejercicios, así que en ese aspecto todo fue bien. En cuanto a los alumnos, lo de siempre; cualquier profesor de Secundaria o toda persona con los ojos un poco abiertos sabe cuán caóticas son las aulas y cuán deficiente el sistema educativo de nuestro país, que abocará a la sociedad a un inevitable suicidio cultural. No es cuestión de meterme en el tema, tan manido por otra parte, aunque tendría que haber más gente que lo denunciara. Yo ahora no puedo hacerlo porque quiero cumplir mi objetivo.
El siguiente año me trasladaron a Armilla, aún de destino provisional. Me encantó porque se trata de un pueblo bien comunicado con Granada; podía ir y venir en autobús, pero mis colegas casi no me lo permitieron nunca: fueron amabilísimos y me trasladaron en su coche. Ese mismo año, un amigo mío estaba ejerciendo en Puerto Real y fue acusado por un inspector de Educación de "incapaz", alegando como única razón su ceguera. Él tuvo suerte: le pusieron una persona de apoyo de la ADministración y desde entonces no ha dejado de tenerla. Yo disfruté de este servicio mi cuarto y último año granadino, cuando me desplazaron a La Malahá. La perspectiva me agobió pues, si bien a pocos kilómetros de Granada, carecía de comunicaciones. Por suerte mis amabilísimos compañeros acudieron una vez más a socorrerme. ¡Ay! De no haber sido por ellos... Los jueves y viernes iba una persona de apoyo asignada por la Administración para ayudarme con la lectura de exámenes y ejercicios y también para poner un poco de orden en las aulas. Lógicamente, los alumnos abusan de mi ceguera y aprovechan el poder que les otorga sentirse impunes. A veces resulta imposible controlarlo. Cuando pido a los demás que me digan el nombre de los culpables del desorden colectivo, se niegan atendiendo a una incomprensible omertà, a un pacto de fidelidad hasta la muerte: "¡yo no voy a ser un chivato!". Recurro a la sanción colectiva, pero eso carece de efecto porque al final el castigo no se aplica. Confieso que a veces me he sentido impotente y me ha horrorizado ver en qué manos dejaremos el país.
Pero estaba con mi profesora de apoyo: los tres días que no acudía a mis clases iba al centro donde ejercía mi compañero ciego, que se encontraba en un pueblo cercano al mío. Por tanto, he de decir que me fue muy bien en cuestiones de intendencia.
Pasemos ahora a mi adjudicación de destino definitivo. ¡Huy! Esa expresión siempre me ha sonado a encierro; a condena por largos años; a esposas... Pensaréis que estoy loca, pero lo mismo me ocurrió en cuanto aprobé las Oposiciones y alguien me dijo: "¡qué bien, un trabajo para toda la vida!". Parecía que me hubiesen atado a la Secundaria con inextricables grilletes. Ya sabéis: yo quiero hacer muchas más cosas; formarme; continuar avanzando y, si fuera posible, buscar otro trabajo; y, si aún fuese posible, en Alemania. Es mi Traumland, como dicen allí: mi país soñado, aquél donde quisiera vivir siempre. ¡Qué ambiente musical; qué cultura; qué educación la de sus gentes!
Creo que voy a cerrar este mensaje e inicio otro para no alargarlo excesivamente.
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