Advierto que este mensaje es continuación del de más abajo. Lo digo porque luego van a salir cronológicamente al revés.
En abril de 2008 oí por primera vez el nombre de Guadalcacín, pedanía jerezana que había pasado a ser mi destino definitivo. Tal conocimiento me hizo verter algunas lágrimas: no quería dejar a mis adorados amigos ni renunciar a mis posibilidades de formación; me daba pereza comenzar de nuevo en un sitio desconocido... Pero pronto me llené de esperanzas. Había solicitado una comisión de servicios, que me fue denegada por anunciárseme que la normativa había cambiado y que tenía que pedirla en mayo acogiéndome a razones de salud propia. No lo hice: había concurrido, ya por segunda vez, a una plaza de profesora visitante en Alemania. Albergaba muchas esperanzas de que me la concedieran. ADemás ese año tuve que participar en el concurso de traslados y estaba harta de tanta burocracia, así que dejé pasar una oportunidad única.
No fui seleccionada para lo de Alemania; tampoco lo he sido este año, en mi tercer y último intento. Habrá otros medios de alcanzar ese maravilloso país. Resignada y con esperanzas, como la primera vez, me encaminé a mi plaza definitiva. "Total -me dije-, está cerca de Jerez; hay autobuses... Así vivo en un pueblo tranquilo". Mi ilusión se renovó al conocer la que iba a ser mi casa: amplia, con mucho espacio... Pero, ¡oh, fatalidad! A los pocos días de mi estancia allí pude percatarme de que el servicio de autobuses no era frecuente y de que, a pesar de los pocos kilómetros entre Guadalcacín y Jerez, el recorrido para llegar al centro duraba casi una hora. Sí, daba un rodeo por todos los barrios. El precio del taxi Guadalcacín / Jerez es abusivo, un día tuve que pagar 17 euros.
En mi Instituto los problemas de disciplina eran graves. Los alumnos tratan a los profesores nuevos como advenedizos que no tienen nada que decir: "¿qué sabrán ellos, que están de paso y ni conocen el pueblo?" -pensarán. Tuve que sufrir el comportamiento chulesco de muchos muchachos y, además, algo nuevo: las amenazas. "Oye, que sé dónde vives" -replicó uno cuando lo advertí de que iba a tomar medidas por su mal comportamiento. Hasta entonces había vivido en Granada y mis alumnos en pueblos; ahora, por primera vez, me veía rodeada de ellos en todo momento; acosada; vigilada... Porque, en un lugar tan pequeño, sólo me topaba con alumnos, madres de alumnos, abuelas de alumnos... "Ahí viene la maestra" -cuchicheaban las viejecitas al verme pasar; tal vez sin mala intención, pero a mí me chirriaba. No faltaban las consejeras, ésas que creen tener las soluciones para tu vida presente y futura: "¿y tú por qué vives sola? ¿Tú por qué no eres pensionista? ¡Ay, muchacha: qué lástima!". La atmósfera se tornó irrespirable y mis posibilidades de expansión se vieron truncadas en aquella aldeíta.
Intentamos solicitar una persona de apoyo para la lectura de exámenes y documentos, además de para controlar un poco la disciplina en las aulas. Se nos denegó. "No se contempla" -fue la respuesta. Sin embargo, mi compañero de Granada tuvo la suerte de permanecer en su pueblo a pesar de que lo habían destinado en un pueblecito de Almería (destino provisional, pero en cualquier caso pudo alegar la ceguera para no ocuparlo). Además él sí pudo disponer todo el curso de una persona de apoyo que lo asistía en clase diariamente.
La ONCE de Jerez no cuenta con el servicio de voluntariado que ofrece la de Granada, así que de golpe me vi sola y sin nadie para ayudarme en la lectura de documentos o en cualquier otra cosa que pudiese precisar. Las tardes, cuando volvía del trabajo, las pasaba sola en casa, rumiando mi tristeza.
A comienzos de octubre sucumbí. Días después, aconsejada por familiares y amigos, pedí una baja para reposar un tiempo. NO era cuestión de morir en el intento: ¿quién me lo iba a agradecer luego? Llevaba noches sin dormir, llorando por motivos nimios. Había perdido la alegría y una angustia continua me asfixiaba. "Depresión", dicen los especialistas. El 23 de octubre comenzó ese pretendido descanso de un mes que aún perdura, mas no nos precipitemos.
A comienzos de octubre sucumbí. Días después, aconsejada por familiares y amigos, pedí una baja para reposar un tiempo. NO era cuestión de morir en el intento: ¿quién me lo iba a agradecer luego? Llevaba noches sin dormir, llorando por motivos nimios. Había perdido la alegría y una angustia continua me asfixiaba. "Depresión", dicen los especialistas. El 23 de octubre comenzó ese pretendido descanso de un mes que aún perdura, mas no nos precipitemos.
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